Rambla Bristol, 1920, Mar del Plata, Argentina
Mar del Plata - Argentina
Fotografia
Las vacaciones a la orilla del mar, sostiene la
investigadora Elisa Pastoriza, fueron una invención inglesa del siglo XVIII.
Pronto el hábito de vacacionar en la playa, originado en Bath y Brighton, se
extendió por Europa a otros balnearios, como Trouville, Deauville, Biarritz y
San Sebastián.
La llegada de esta costumbre a nuestro país tuvo lugar
recién hacia fines del siglo XIX. Fue entonces cuando Mar del Plata, fundada
por Patricio Peralta Ramos en 1874, comenzó a imponerse como sitio preferido
para entregarse a un buen descanso veraniego. El arribo del ferrocarril a la
ciudad atlántica en 1886, el impulso que le dio Pedro Luro y la inauguración
del lujoso Bristol Hotel, dos años más tarde, catapultarán a la ciudad
balnearia como sitio dilecto de veraneo de la clase alta argentina.
El éxito del hotel fue inmediato y pronto comenzaron las
ampliaciones para poder alojar a la creciente cantidad de flamantes turistas que
optaban por la ribera atlántica para un descanso de verano. Inicialmente, los
visitantes se entretenían en juegos de azar, como el casino, inaugurado en
1889, y las carreras de caballo. También practicaban golf y se efectuaba el
tiro de la paloma.
Todavía los baños de mar no despertaban gran interés
entre los veraneantes y la relación con las olas era más bien contemplativa. El
estricto código de baño establecía que debía asistirse a la playa vestido desde
el cuello hasta las rodillas y no era infrecuente que las vestimentas más
atrevidas se exhibieran en fiestas y salones.
A continuación transcribimos un artículo publicado en
1889 que describe el ambiente selecto del elegante Bristol Hotel. “La sociedad
congregada allí está a salvo de encuentros desagradables. (…) Pertenecen sus
componentes a una misma categoría y se halla exento por consiguiente de
contrastes inconvenientes ‘shocking’, según la expresión inglesa” dirá el
articulista de El Censor.
Más de dos décadas después, el periodista y escritor
francés Jules Huret, corresponsal del diario Le Figaro, describirá con
elocuencia las preocupaciones de la elite de entonces: “Se entiende que nadie
va a Mar del Plata para disfrutar del mar, para admirar los cambiantes juegos
de las olas sobre las rocas, la magia de los crepúsculos o de los claros de
luna, porque todo el día, con una sinceridad que desarma, las gentes vuelven la
espalda al océano, y no tienen ojos más que para los paseantes. Se va a Mar del
Plata a lucirse, a lucir su fortuna, a divertir a las muchachas, y a armar las
primeras intrigas que se resolverán en los noviazgos de invierno. Las familias
de las provincias intentan mezclarse con las de la capital y hacerse
relaciones; las niñas de ‘tierra adentro’ que anhelan lanzarse, no tienen
bastante con un mes para exhibir todo su guardarropa”.
Fuente: Diario El Censor, 4 de febrero de 1889.
¿Qué es el Bristol Hotel sino un casino? Habitaciones
para trescientas personas ampliamente alojadas, salones de baile y de
concierto, salas de juego; un servicio inmejorable hecho por los mejores mozos
de besas, de frac, correctos, irreprochables, vajilla y cristalería traída de
Londres, una cocina excelente; en una palabra, todas las exigencias de la alta
vida satisfechas.
Pero hay más: gracias a las severas instrucciones del
Sindicato que hizo construir el Bristol, el gerente de este Hotel, lo mismo que
el Dr. Luro, no transige en cuanto a la calidad de las familias que solicitan
albergue en el vasto establecimiento. No hay temor que en él logren
introducirse damas de contrabando. La sociedad congregada allí está a salvo de
encuentros desagradables. El mundo del Bristol Hotel es uniforme; pertenecen
sus componentes a una misma categoría y se halla exento por consiguiente de
contrastes inconvenientes ‘shocking’ según la expresión inglesa.
Por otra parte Mar del Plata se conserva virgen del
contrato de esa falange de artistas y de ‘ternuras” de marca, que cual bandada
de golondrinas alza su vuelo desde París para detenerse en las playas de
Normandía.
El país es bastante rico para alimentar la vida y la
animación, no en una sino en tres playas. Calcúlese que solamente en pasajes
los turistas de Mar del Plata dejan a la empresa del Ferrocarril del Sud
doscientos mil nacionales, y que cada uno de ellos, término medio, no gastan
menos de veinte pesos al día en el Bristol Hotel, lo que haría elevar a dos
millones la suma total requerida para satisfacer ese capricho de los baños de
mar, capricho digno de fomentarse, pues además del placer inocente que
proporciona, vigoriza el cuerpo, restaura las fuerzas del organismo, gastadas
en el medio ambiente de la ciudad, con el aire puro de la pampa y la onda
saludable de la playa.
Si el género de vida que llevan los bañistas, si a las
confortables condiciones del Bristol Hotel, cuya amplia hospitalidad no es
posible discutir, si a los conciertos y a la ‘sauterie’ y a ‘la talbe d’hote’,
se agrega la variedad novedosa de los trajes y el exquisito ‘pell-mell’ en que
se bañan damas y caballeros púdicamente vestidos, se comprenderá que el
Ministro de Francia Mr. Rouvier no eche de menos a Trouville y que prefiera Mar
del Plata, obligado a elegir entre esta y aquella playa. Digámoslo de una vez.
La vida está concentrada para los bañistas en el Bristol Hotel a cuyas comidas,
bailes y conciertos acuden también las familias del Grand Hotel.
El comedor es un salón de vastísimas proporciones,
cincuenta metros de largo por veinte de ancho. No tiene rival en Buenos Aires,
y sólo se le podría comparar en extensión el café de los 36 billares. Las
paredes blancas se hallan desnudas de todo adorno. Para el próximo verano
estarán decoradas suntuosamente. Ahora, tal cual está, por la noche, iluminado
por un centenar de lamparillas incandescentes, reúne alrededor de sus mesas
unas trescientas personas, -las damas con sus trajes risueños, frescos,
sencillos, sin los adornos que comportan solo las telas de precio, con flores
en el corpiño o en el cabello y vestidas para el concierto y la ‘sauterie’ que
se efectúan todas las noches; los hombres de jaquet abierto y chaleco blanco, y
uno que otro de ‘smoking-coat’, un saco sin solución de continuidad entre el
cuello y la solapa, afectando el corte de un frac y ceñido al talle.

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