terça-feira, 8 de setembro de 2020

A Conquista do Rio Colorado, Estados Unidos (La Conquista del Colorado) - Augusto Ferrer-Dalmau


A Conquista do Rio Colorado, Estados Unidos (La Conquista del Colorado) - Augusto Ferrer-Dalmau
Estados Unidos
Coleção privada
OST - 2017


Artigo 1:
Solo 48 años después de la llegada de Colón al Nuevo Mundo, y apenas 19 años después de la conquista de México, los exploradores españoles aún trataban de conocer la dimensión de América del Norte. En otra muestra más de su esfuerzo por crear una imaginería de la historia que España no ha sabido siempre reivindicar como debía, el pintor de batallas, Augusto Ferrer-Dalmau, acaba de terminar un lienzo dedicado al descubrimiento español del cañón del Colorado, asesorado por el historiador David Nievas Muñoz.
Tras la misión de Hernando de Soto que partió de Florida y atravesó territorio que hoy pertenece a diez Estados, Francisco Vázquez de Coronado parte en 1540 de Compostela (hoy Jalisco, en México) y tras pisar Arizona y Nuevo México decidió enviar pequeñas partidas exploratorias, en busca de las míticas «siete ciudades de Cíbola». Un puñado de españoles, bajo el mando de García López de Cárdenas, se encontró con indios hopi, que les hablaron de un gran río, al que llamaron Tizón, según recuerda Nievas Muñoz. Pronto llegaron a un paisaje inhóspito, según sus notas: «Vimos una gran barranca», y el río al fondo, que a esa distancia adivinaban pequeño.
Ese es el momento que recoge el cuadro de Ferrer-Dalmau, de técnica magistral. Desafiando al sol abrasador, los españoles quisieron bajar para abastecerse de agua, pero cuanto más bajaban, más sed, debido a la temperatura hirviente que se agudiza en el fondo del Cañón. Solo entonces supieron la verdadera dimensión de la hondonada, y el caudal del río, que era para ellos «como el Gualdalquivir». Fracasaron en su intento, hubieron de regresar sin lograr beber, asombrados por la profundidad del tajo que el río había hecho en el paraje.
Meses más tarde, Fernando de Alarcón, de la expedición de Coronado, remontaría el río, llegando a California. Los españoles dibujaban el mundo, a cada paso.
Artigo 2:
Todo lo que podía salir mal desde el principio salió mal: venganzas, incapacidad, envidias, falta de preparación y, lo peor y más doloroso, un objetivo sin confirmar pero que brillaba insistentemente en las mentes de los integrantes de la expedición, la riqueza. Revivirlo y que el lector lo sienta es difícil, por lo que el autor, Ignacio del Valle (Oviedo, 48 años), convierte a un personaje real -en este caso fray Tomás de Urquiza- en relator de la increíble y desgraciada aventura de Francisco Vázquez de Coronado, el conquistador que encabezó en 1540 la expedición española que permitió que, por primera vez, los europeos avistasen decenas de miles de bisontes en estampida, que descubrieran el Gran Cañón del Colorado o que entrasen en contacto directo con los temibles apaches.
Una de las grandes diferencias de estas expediciones del siglo XVI de la Corona de Castilla con las que ofrece Hollywood y que protagonizan el Séptimo de Caballería o los alegres buscadores de oro del Lejano Oeste, además de su ubicación temporal, es la tecnología empleada. Si Buffalo Bill acribillaba a los gigantescos astados con su Winchester de repetición, los españoles portaban para alimentarse en las inmensas planicies del interior del actual Estados Unidos espadas, arcabuces y lanzas. Si los estadounidenses se acercaban a su destino en trenes humeantes, los conquistadores lo hacían a pie o en cabalgaduras agotadas por meses de marcha continua. “Desayunábamos, comíamos y cenábamos carne frita de bisonte. Había momentos en que avanzábamos entre miles de ellos, con los ojos enrojecidos por las nubes de polvo naranja y amarillo y las bocas cubiertas por pañuelos, medio ahogados, cuidando que ninguna de aquellas bestias nos descalabrase”. Y así, miles de kilómetros: de México a California, a Texas, a Oklahoma y hasta a Arkansas. Y vuelta. Dos años de marcha infinita.
Coronado (Edhasa, 2019) es un libro descarnado, cruel, sin filtros, que relata un sueño: la búsqueda de Cíbola, la ciudad de las cúpulas de oro que nunca existió. Sus protagonistas son hidalgos segundones, campesinos desesperados, jóvenes briosos que jamás han entrado en batalla, frailes huidos de Castilla porque renegaban del Santo Oficio, soldados de fortuna que habían empeñado todo cuanto poseían para equiparse, mujeres enamoradas arrastradas en una causa en la que pocos creían pero que todos deseaban. Fray Marcos de Niza les guiaría, él había visto las siete ciudades de oro un año antes. Ahora solo había que volver a hacer el camino que recordaba y conquistarlas. Si Cortés halló Tenochtitlan, ellos encontrarían Cíbola o Quivira, qué más daba. Algo. Fray Marcos no podía fallarles. Pero lo hizo. Allí no había nada. ¿Por qué no le mataron cuando descubrieron el engaño? Ni fuerzas les quedaban. Ya no cabía marcha atrás. Seguirían, pues, atravesando tierras inhóspitas, desiertos inmensos, mares de hierba, bosques sin alma. La continua lucha entre la vida y la muerte.
Eran conquistadores que dejaban libres a mujeres y niños indios antes del asalto a un poblado zuñí para evitar su muerte, incluso arriesgando sus propias vidas, pero que no dudaban en lanzar perros hambrientos a los prisioneros para que confesasen dónde se alzaba la ciudad que buscaban sin fe. “Éramos el único animal a quien le importaba su nombre y su fama”, relata fray Tomás de Urquiza intentando justificar aquello que su alma mortificada rechazaba.
Poco más de 300 españoles y 800 indios mexicas perdidos en mitad de la nada. Poblados miserables de indígenas orgullosos, que preferían morir luchando antes que doblegarse ante aquellos invasores que les vociferaban, antes de cargar los arcabuces, un discurso de Su Majestad donde se les exigía la rendición y del que no entendían ni una sola palabra. Hechiceros que abrían las mentes de frailes deseosos de entender el sentido de la vida. Y de la muerte. Amores y odios entre conquistadores y conquistados. Dos años perdidos, dividiendo las fuerzas para abarcar el mayor terreno posible. Por no encontrar, no encontraban ni el mar. “Consideré que la empresa estaba condenada, pero no sería justo si olvidase una pizca de esperanza, pues si a la vuelta los teyas nos habían llevado por zonas ignotas, ¿qué otras maravillas se guardaban?”, pensaba Urquiza. Pero solo se llevaron de su aventura eso, ser los primeros en distinguir lo que jamás ningún europeo había visto antes.
Luego vino Kevin Costner en 1990, en Bailando con lobos, y nos explicó que los siux expulsaron a los españoles de aquellas tierras y que dejaron un morrión abandonado en su huida. Y nos lo creemos y pagamos por ello, sin acordarnos de Coronado, de Hernández de Alvarado, de Tristán de Luna, de los indios Turco y Alemán o de la bella Iyali, la que enseñó a amar a fray Tomás.

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