A Conquista do Rio Colorado, Estados Unidos (La Conquista del Colorado) - Augusto Ferrer-Dalmau
Estados Unidos
Coleção privada
OST - 2017
Artigo 1:
Solo 48 años después de la llegada de Colón al Nuevo
Mundo, y apenas 19 años después de la conquista de México, los
exploradores españoles aún trataban de conocer la dimensión de América del
Norte. En otra muestra más de su esfuerzo por crear una imaginería de la historia que España no ha sabido siempre reivindicar como
debía, el pintor de batallas, Augusto Ferrer-Dalmau, acaba de terminar un
lienzo dedicado al descubrimiento español del cañón del Colorado,
asesorado por el historiador David Nievas Muñoz.
Tras la misión de Hernando de Soto que partió de Florida
y atravesó territorio que hoy pertenece a diez Estados, Francisco Vázquez
de Coronado parte en 1540 de Compostela (hoy Jalisco, en México) y tras
pisar Arizona y Nuevo México decidió enviar pequeñas partidas exploratorias,
en busca de las míticas «siete ciudades de Cíbola». Un puñado de
españoles, bajo el mando de García López de Cárdenas, se encontró con indios
hopi, que les hablaron de un gran río, al que llamaron Tizón, según
recuerda Nievas Muñoz. Pronto llegaron a un paisaje inhóspito, según sus
notas: «Vimos una gran barranca», y el río al fondo, que a esa distancia
adivinaban pequeño.
Ese es el momento que recoge el cuadro de Ferrer-Dalmau,
de técnica magistral. Desafiando al sol abrasador, los españoles quisieron
bajar para abastecerse de agua, pero cuanto más bajaban, más sed, debido a la
temperatura hirviente que se agudiza en el fondo del Cañón. Solo entonces
supieron la verdadera dimensión de la hondonada, y el caudal del río, que era
para ellos «como el Gualdalquivir». Fracasaron en su intento, hubieron de regresar
sin lograr beber, asombrados por la profundidad del tajo que el río había hecho
en el paraje.
Meses más tarde, Fernando de Alarcón, de la expedición de
Coronado, remontaría el río, llegando a California. Los españoles
dibujaban el mundo, a cada paso.
Artigo 2:
Todo lo que podía salir mal desde el principio salió mal:
venganzas, incapacidad, envidias, falta de preparación y, lo peor y más
doloroso, un objetivo sin confirmar pero que brillaba insistentemente en las
mentes de los integrantes de la expedición, la riqueza. Revivirlo y que el
lector lo sienta es difícil, por lo que el autor, Ignacio del Valle (Oviedo, 48 años), convierte
a un personaje real -en este caso fray Tomás de Urquiza- en relator de la
increíble y desgraciada aventura de Francisco Vázquez de Coronado, el
conquistador que encabezó en 1540 la expedición española que permitió que, por
primera vez, los europeos avistasen decenas de miles de bisontes en estampida,
que descubrieran el Gran Cañón
del Colorado o que entrasen en contacto directo con los
temibles apaches.
Una de las grandes diferencias de estas expediciones del
siglo XVI de la Corona de Castilla con las que ofrece Hollywood y que
protagonizan el Séptimo de Caballería o los alegres buscadores de oro del
Lejano Oeste, además de su ubicación temporal, es la tecnología empleada.
Si Buffalo Bill acribillaba
a los gigantescos astados con su Winchester de
repetición, los españoles portaban para alimentarse en las inmensas planicies
del interior del actual Estados Unidos espadas, arcabuces y lanzas. Si los
estadounidenses se acercaban a su destino en trenes humeantes, los
conquistadores lo hacían a pie o en cabalgaduras agotadas por meses de marcha
continua. “Desayunábamos, comíamos y cenábamos carne frita de bisonte. Había
momentos en que avanzábamos entre miles de ellos, con los ojos enrojecidos por
las nubes de polvo naranja y amarillo y las bocas cubiertas por pañuelos, medio
ahogados, cuidando que ninguna de aquellas bestias nos descalabrase”. Y así,
miles de kilómetros: de México a California, a Texas, a Oklahoma y hasta a
Arkansas. Y vuelta. Dos años de marcha infinita.
Coronado (Edhasa, 2019) es
un libro descarnado, cruel, sin filtros, que relata un sueño: la búsqueda de
Cíbola, la ciudad de las cúpulas de oro que nunca existió. Sus protagonistas
son hidalgos segundones, campesinos desesperados, jóvenes briosos que jamás han
entrado en batalla, frailes huidos de Castilla porque renegaban del Santo Oficio, soldados
de fortuna que habían empeñado todo cuanto poseían para equiparse, mujeres
enamoradas arrastradas en una causa en la que pocos creían pero que todos
deseaban. Fray Marcos de Niza les guiaría, él había visto las siete ciudades de
oro un año antes. Ahora solo había que volver a hacer el camino que recordaba y
conquistarlas. Si Cortés halló
Tenochtitlan, ellos encontrarían Cíbola o Quivira, qué más
daba. Algo. Fray Marcos no podía fallarles. Pero lo hizo. Allí no había nada.
¿Por qué no le mataron cuando descubrieron el engaño? Ni fuerzas les quedaban.
Ya no cabía marcha atrás. Seguirían, pues, atravesando tierras inhóspitas,
desiertos inmensos, mares de hierba, bosques sin alma. La continua lucha entre
la vida y la muerte.
Eran conquistadores que dejaban libres a mujeres y niños
indios antes del asalto a un poblado zuñí para evitar su muerte, incluso
arriesgando sus propias vidas, pero que no dudaban en lanzar perros hambrientos
a los prisioneros para que confesasen dónde se alzaba la ciudad que buscaban
sin fe. “Éramos el único animal a quien le importaba su nombre y su fama”,
relata fray Tomás de Urquiza intentando justificar aquello que su alma
mortificada rechazaba.
Poco más de 300 españoles y 800 indios mexicas perdidos
en mitad de la nada. Poblados miserables de indígenas orgullosos, que preferían
morir luchando antes que doblegarse ante aquellos invasores que les
vociferaban, antes de cargar los arcabuces, un discurso de Su Majestad donde se
les exigía la rendición y del que no entendían ni una sola palabra. Hechiceros
que abrían las mentes de frailes deseosos de entender el sentido de la vida. Y
de la muerte. Amores y odios entre conquistadores y conquistados. Dos años
perdidos, dividiendo las fuerzas para abarcar el mayor terreno posible. Por no encontrar,
no encontraban ni el mar. “Consideré que la empresa estaba condenada, pero no
sería justo si olvidase una pizca de esperanza, pues si a la vuelta los teyas
nos habían llevado por zonas ignotas, ¿qué otras maravillas se guardaban?”,
pensaba Urquiza. Pero solo se llevaron de su aventura eso, ser los primeros en
distinguir lo que jamás ningún europeo había visto antes.
Luego vino Kevin Costner
en 1990, en Bailando con lobos, y nos explicó que los siux
expulsaron a los españoles de aquellas tierras y que dejaron un morrión
abandonado en su huida. Y nos lo
creemos y pagamos por ello, sin acordarnos de Coronado, de
Hernández de Alvarado, de Tristán de Luna, de los indios Turco y Alemán o
de la bella Iyali, la que enseñó a amar a fray Tomás.

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